La fuerza visionaria de Momo: los hombres de gris de Japón

 

 

 

¿Puede toda una sociedad estar caracterizada por el trastorno que la psicología individual denomina “personalidad compulsiva”? Sí, lo hace desde el momento en el que el control social pasa a instaurarse en la mente de sus integrantes y se convierte en fuerza de coerción autoimpuesta, de mano más o menos dura. En Japón, este proceso lleva tiempo consumado y parece que los países occidentales están siguiendo esos mismos pasos, aunque sin llegar a ser del todo conscientes de ello.

 

Michael Ende describió esta tendencia en uno de sus libros que, por cierto, se mantiene desde hace mucho entre los más vendidos en Japón. Sin embargo, pocos son los que establecen paralelismos con nuestro presente. ¿O acaso no es Momo un cuento para niños…?

Ende sentía debilidad por la cultura del antiguo Japón. Se casó en segundas nupcias con una japonesa que tradujo algunas de sus obras al japonés y realizó largos viajes por el país. Esa fascinación fue y continúa siendo mutua. Sus libros son extraordinariamente populares en Japón, entre niños, jóvenes y adultos, y el museo del cuento de Shinano-machi, en la prefectura de Nagano, dedica toda una sala al autor alemán.

Momo, la protagonista de la novela, es una muchacha prodigiosa y enigmática con la que cualquier niño que lea la obra puede identificarse fácilmente. Pero también aparece en sus páginas una fuerza del mal, “los hombres de gris“ que roban su tiempo a las personas y las someten a una presión que recuerda de forma inevitable al estrés de la “vida moderna” del capitalismo tardío.

Muchas veces, al hablar con alumnos y profesores declarados seguidores o investigadores de Ende, les he llamado la atención sobre esta oposición básica y definitoria de la estructura del libro. Sin embargo, su respuesta siempre ha sido la misma, ese dar la razón vago y escueto, tan típicamente japonés: “Un, soo desunee…”. Imposible llegar más allá. También he leído ensayos japoneses sobre Momo, pero sería inconcebible que ningún especialista en literatura conectara una obra de ficción (¡mucho menos una obra infantil!) con la realidad contemporánea, con la cotidianeidad en la que ellos mismos participan.

Más allá de todo esto, lo que siempre me ha llamado la atención es que ni siquiera se interesen por estos paralelismos los estudiantes que están en el umbral de paso a la vida adulta (en Japón, la mayoría de edad se alcanza a los veinte años). Como si esa lectura no tuviera nada que ver con ellos.

Sin embargo, cada día puedo observar en mi propia hija y en su día a día en la escuela que la novela de Ende tiene mucho que ver con la realidad actual de la vida. Sin duda, el hecho de que nadie lo comente es parte del mismo trastorno.

Aunque para mí la literatura no se caracteriza necesariamente por su “actualidad” (lo que yo suelo valorar es su atemporalidad), en el caso de Momo no puede negarse que la época en la que vivimos se asemeja cada vez más a la descripción de Ende. Momo, que se publicó por primera vez en 1979, es una novela sobre la cuantificación, la rentabilización y la digitalización de la esfera vital.

El sociólogo Steffen Mau ha descrito este fenómeno, que avanza a ritmo vertiginoso en diferentes ámbitos de la vida. Por ejemplo, en el de la salud o, mejor dicho, la forma física, el fitness, que lleva un tiempo convertido en mecanismo compulsivo en busca de una mejora constante de los resultados. Mau equipara esta constante rivalidad por superar los niveles previos con la experiencia que ofrecen los videojuegos, con sus récords, marcadores, logros y sistemas de recompensas. Además, la integración en redes sociales sirve para reforzar la motivación.

Michael Ende trazó con absoluta fidelidad esta necesidad de contabilización perpetua en la escena en la que un emisario de los hombres de gris visita al señor Fusi, el barbero. Johannes Schaaf tradujo esta secuencia en imágenes con auténtica maestría en su versión de Momo para el cine del año 1986. En ella, el actor napolitano Francesco de Rosa encarna la estupefacción de un ser humano sensible enfrentado a los grises malabarismos contables que ejecuta ante sus ojos el funcionario del sistema.

Francesco de Rosa acabó siendo víctima él mismo del implacable mecanismo del show business. Dejaron de ofrecerle papeles y se ahorcó en 2004. Es como si hubiera tenido que arrastrar a su propia vida la última y más nefasta consecuencia del poder de los hombres de gris (aquí cabe recordar que la tasa de suicidio en el Japón desarrollado y sometido a la razón es una de las más altas del mundo).

Uno de los aspectos más reveladores del estudio de Mau es la cuestión de la reputación, no solo de entidades comerciales sino también de los individuos, en el contexto laboral y en otros entornos sociales. En las últimas décadas, la publicidad se ha convertido en algo que va mucho más allá de ser un factor económico fundamental. Ha llegado a definir las expectativas y los comportamientos de las personas, que deben “utilizar sus recursos y competencias de forma adecuada estratégicamente” para obtener “resultados numéricos” que puedan presentarse en términos de utilidad.

“El tiempo es dinero” no es una consigna nueva, ni mucho menos, pero en la era de la interconexión digital y del (auto)control adquiere un sentido mucho más dramático y penetra hasta en el último segundo del tiempo de cada persona. El agente número XYQ_384_b habla frente al espejo de la barbería en términos puramente económicos de la “fortuna total”, del tiempo total poseído, y calcula cuántos millones de segundos son los que pierde el señor Fusi que, entre atónito y pasmado, es incapaz de responder… Un joven barbero que hubiera crecido entre videojuegos y selfies para Facebook quizás habría respondido con un “¡Mola!”, pero el pobre Fusi solo es capaz de desmoronarse en la silla de la barbería y abrir los ojos como platos.

Lo único que consigue decir es un “Certamente, cosa devo fare?”. Obedece, igual que todos los demás personajes acaban sometiéndose también a la lógica de los números… Todos, excepto Momo, la personificación de la fantasía romántica. Cuando le preguntan a ella cuántos años tiene, responde dudosa “Cien” y luego “ciento dos”, más dudosa todavía. En realidad, no sabe contar.

El rimbombante cálculo del agente de los hombres de gris es, en realidad, algo insustancial, un juego de suma cero, tan insustancial como los cálculos que hacen los ordenadores con sus ceros y unos infinitos a una velocidad inalcanzable para el hombre, pero que impresionan con facilidad a gente sencilla como el señor Fusi o los jóvenes de la generación Facebook.

El agente también miente cuando le promete a alguien que podría ahorrar tiempo si racionalizara su vida y su trabajo, porque en realidad, el volumen de trabajo, las exigencias (los must-do y must-have) y el estrés correspondiente crecen en la misma medida en que se recorta el tiempo. Así, el agente le recomienda al señor Fusi que dedique un cuarto de hora en lugar de media hora a cortarles el pelo a sus clientes, como si entonces pudiera dedicar ese cuarto de hora sobrante a relajarse. En realidad, sin embargo, lo que conseguiría sería aumentar el número de clientes y el volumen de actividad, de la misma manera que Nino (interpretado por Mario Adorf en la película) convierte su local en un “restaurante autoservicio rápido”. Antes de todo eso, a los dos les gustaba mucho su trabajo. No es de extrañar que perdieran la noción del tiempo.

Lo que le inquieta al barbero es que los hombres de gris quieren saberlo todo. “En nuestro mundo moderno”, le explica el agente número XYQ_384_2, “no hay sitio para secretitos”. En el siglo XXI ya nos hemos acostumbrado a que nuestro ordenador –delante del que pasamos la mitad de nuestra vida– sepa cada vez más sobre nosotros, a serle transparentes, a que se adelante a nuestras decisiones. Pero lo que resulta aún más inquietante es que cada vez estamos más ocupados, aunque confiemos a robots y algoritmos una parte siempre mayor de actividades, responsabilidades y procesos mentales.

Podríamos ser más libres, pero no lo somos, las promesas de los hombres de gris no son más que mentiras. Podríamos vivir liberados del deber de trabajar, dedicados a actividades creadoras, pero mientras los unos acaban desbordados de trabajo, los otros terminan ahogados en la ociosidad –en la embriaguez perenne del alcohol o de cualquier mundo virtual–.

La llamada Ley de Parkinson se formuló inicialmente (en 1957) con cierta dosis de humor, pero cargada de ese corazón de verdad propio de toda buena ironía. Desde esa primera formulación, en la actualidad ha ampliado su ámbito de aplicación. El trabajo se expande hasta llenar el tiempo de que se dispone para su realización. Podría reducirse, pero no lo hace, sino que adquiere una vida propia cada vez más expansiva. Los funcionarios se crean trabajo unos a otros. Si no existe, deben inventarlo, aunque solo lo lleven a cabo por aparentar. A partir de un momento determinado deja de importar si es apariencia o realidad, verdad o mentira.

La reducida tasa de desempleo de Japón debe atribuirse, en especial, a la gran cantidad de trabajo superfluo que se realiza. Superfluo desde todo punto de vista de la racionalidad económica, pero no necesariamente desde una perspectiva estética o interpersonal, que es la prefieren Momo y sus amigos.

Hace poco, en una fiesta de la universidad, volví a coincidir con una alumna que había terminado sus estudios hacía un curso y que trabajaba ya para una pequeña empresa de diseño o de publicidad –nunca termino de tener claro qué hacen en ese tipo de empresas–. Menuda suerte haber encontrado trabajo fijo… diría cualquiera.

Pero lo que me confesó ella fue que había fines de semana en los que se quedaba en casa llorando. Se sentía desgraciada por el deber y por la falta de sentido que experimentaba cada día en el trabajo. Cuando estudiaba, era una mujer creativa y segura de sí misma, con un gran talento para el diseño visual. Al presentar su solicitud de trabajo en una empresa en la que quizás podría hacer uso de ese talento, logró imponerse a la competencia. Ahora, por lo que parece, pasará los próximos años de su vida, décadas incluso, respondiendo al teléfono, intercambiando saludos de cortesía, preparando té, imprimiendo o copiando textos sin sentido y quizás, al terminar todo eso, podrá “diseñar” un par de detallitos en alguna página web.

¡Qué desperdicio de recursos humanos! La racionalización ligada a la tecnología ha liberado ya tanto tiempo que personas como ella podrían liberarse del deber permanente y dedicarse a sus aficiones –integradas o no en procesos de trabajo–. Sin embargo, los hombres de gris de nuestro tiempo se han adueñado hace mucho de nuestros corazones y nos obligan a seguir cumpliendo con las leyes preexistentes y a seguir agravando nuestra situación.

Y seguimos así hasta que uno decida salir, ya sea por sobreesfuerzo o por baja voluntaria, de un mundo que, en un futuro no muy lejano, será adecuado para algoritmos automáticos y no para el ser humano, al que sistema puede ya renunciar. Llegado ese momento, las personas –con sus dispositivos personalizados– se habrán perfeccionado en vano.

Los ahorradores de tiempo de la novela de Michael Ende, a los que después de la campaña de los gobernantes en la sombra pertenece todo el mundo excepto Momo, “ganaban más dinero y podían gastar más, pero tenían caras desagradables, cansadas o amargadas y ojos antipáticos. (…) Según decían, tenían que aprovechar incluso los ratos libres, con lo que tenían que conseguir como fuera y a toda prisa diversión y relajación”. Libertad, descanso y encuentros sociales se dejan para después de las interminables jornadas de trabajo, hasta altas horas de la noche, de modo que padres y madres apenas ven a sus hijos… algo de sobra conocido en Japón. Mientras crecen, los niños leen libros y ven películas como Momo. Aunque tampoco tienen mucho tiempo para esas cosas, porque en la escuela se les inculcan la resistencia al estrés, el comportamiento sometido a las normas y el control permanente de los resultados, lo que ahoga cualquier posibilidad de plantearse preguntas existenciales. Si en ellos pervive de alguna forma el mundo libre de Momo y de sus amigos, lo hace convertido en territorio fantástico para la nostalgia y que no puede hacerse realidad en ninguna parte, ni siquiera en parte o por similitud. Esto, sin embargo, supone reducir el sentido de la novela de Ende, un recorte que sin duda entristecería al autor desde su tumba. Esta relación con la literatura es reflejo de los límites autoimpuestos, de la esquizofrenia de la sumisión y del escapismo que el mundo de los números y de la interconexión digital promueve e impone.

Con el tiempo, yo mismo me he convertido en uno de esos hombres de gris, y no solo por las canas. En el rol de educador, me veo forzado una y otra vez a la posición de guardián del tiempo computado, de los segundos y minutos que pasan volando, un papel que se lleva a cabo mediante automatismos. En este terreno, las más estrictas son las exigencias que llegan de la escuela, no solo a través de los profesores, sino también de los padres que han interiorizado por completo el sistema.

Como todos los escolares de la zona, mi hija va cada día a clase con un grupo de compañeros, encabezado por un niño pertrechado con una banderita blanca. Cuando iban a primer curso, los niños necesitaban unos cincuenta minutos, prácticamente una hora, para llegar a la escuela. El grupo de ahora va algo más rápido. Antes, se ponían en marcha a las siete en punto de la mañana. A nada que nos retrasáramos lo más mínimo, una de las madres me llamaba inmediatamente al teléfono. Poco a poco iban tendiendo a adelantar la hora de salida y hubo días en que se habían marchado ya a las siete menos cinco.

Un día, le dije con delicadeza a esa madre que esa presión era algo estresante. Ella se limitó a darme la razón y a responder con auténtico entusiasmo: “Sí y con eso mejoramos nuestros resultados, ¡ahora nuestro grupo es de los primeros!”.

Hoy en día, mi hija va con otro grupo que sale a las siete y cinco de la mañana sin protestas de ninguna madre controladora. A los niños les encanta hacer parte del camino andando y parte corriendo, no solo para ir más rápido, sino por simple diversión.

El otro día, llegaron así a la escuela. Nada más llegar a la puerta, un profesor reprendió a mi hija –desde hace poco, la guía de la banderita– con dureza. Después, algunos profesores más le regañaron también. No fue por llegar tarde, porque no había sido así, sino porque está prohibido correr.

Mi hija pasó la primera hora de clase llorando en su pupitre. Podría dar cientos de ejemplos similares a este. Una vez, tuvimos la ocasión de visitar una escuela de Dinamarca. Allí, ni siquiera está mal llegar tarde. Según nos dijo la profesora, era más importante que los niños llegaran a clase en buen estado emocional y mental. No se me ocurrió preguntarle qué haría si un niño tuviera ese comportamiento de forma continuada, pero imagino que se ocuparían de indagar en las causas, en lugar de responder con normas y sanciones.

Para mí, la presión estructural sobre el tiempo que en Japón se inculca a las personas desde la infancia es una violencia cotidiana que actúa sobre todos nosotros y que me convierte a mí en uno de sus agentes. Así, por ejemplo, cuando tengo una cita muy importante a la que no quiero llegar tarde, me veo a veces urgiendo a mi hija.

No hay que recorrer mucha distancia para pasar de las palabras de apremio a los empujones, una frontera imperceptible. ¿Dónde comienza la violencia concreta? ¿Qué padre o qué madre está completamente libre de un comportamiento como ese? Nosotros mismos estamos sometidos al deber, como también los agentes de los hombres de gris. ¿Cómo se puede superar el miedo generado? Momo nos lo muestra, ella es una niña lista que sabe llegar al fondo de las cosas sin las artes del cálculo. ¡Ya podría la identificación con ella dejar más huella en la realidad de Japón y del mundo globalizado!

 

Autor: Leopold Federmair

Traducción: Virginia Maza