Hoy, 6 de agosto de 2020, se cumplen 75 años del ataque nuclear sobre la ciudad de Hiroshima. 

Quiero compartir esta traducción que hice hace algunos años de un relato breve del escritor austriaco Leopold Federmair, que vive en la ciudad japonesa desde 2006.

Espero que os guste.

Palabras como lluvia negra, Parque de la Paz, Domo de la Bomba Atómica. Palabras falsas que con los años resultaron ciertas y palabras ciertas que se hicieron falsas. Palabras, palabras, palabras… La misma palabra repetida una y otra vez sobre columnas de luz en cientos de idiomas. El final de Babel. A la tenue luz de la tarde me dediqué a fumar y a recorrer arriba y abajo el paseo dedicado a una sola palabra, mientras aguardaba la llegada de mi hija y mi mujer estaba en el paritorio. Más tarde, cuando Yoko se quedó dormida sobre el pecho de su madre, me acerqué a la ventana y dejé vagar la mirada sobre los pabellones planos del Museo de la Paz y las alcanforeras del parque hasta alcanzar los grandes focos del estadio de béisbol.

Solíamos pasear por delante de la casa rota, Yoko contra mi pecho, Yoko sobre mis hombros, Yoko de la mano. La llamábamos y la seguimos llamando la «casa rota», aunque se trata más bien de un esqueleto. Un día me preguntó por qué estaba así esa casa, qué hacía ahí si todas las que había a su alrededor estaban bien. Traté de explicárselo y, al hacerlo, fue inevitable hablar de la guerra y de la muerte de un sinfín de personas. Ya en esa conversación, cuando ella todavía no conocía muchas palabras, tuve claro que le interesaban la muerte y la guerra, y que comprendía. Aceptaba la muerte como una realidad, la desaparición de las personas, y, aunque tenía miedo, no bastaba para reprimir su curiosidad.

Aunque allí todavía no había miedo, que no sentí hasta nuestra primera visita al museo, meses después de esa conversación junto a la casa rota. A Yoko no le dieron miedo las fotos ni las películas del primer pabellón. El miedo comenzó a tenerlo con los dibujos de la primera planta y se apoderó totalmente de ella con las figuras humanas que ya no eran de humanos y que tenían harapos de ropa, la piel en harapos, el pelo de punta, los ojos desorbitados y columnas de fuego como telón de fondo; y de las cavernas y ruinas de las que salían las personas. A partir de ahí no hicimos otra cosa que seguir adelante a toda velocidad para salir afuera, al aire libre, y abandonamos el museo como despavoridos.

Hace poco, Yoko quiso que hiciéramos una segunda visita. Me lo pidió mientras estábamos dando una vuelta de compras. En la planta baja del primer pabellón estuvo de buen humor: les hizo preguntas a los vigilantes voluntarios (más bien informadores) y obligó a unirse a la conversación a otros niños que no eran tan locuaces como ella. En la planta de arriba, justo antes de pasar al segundo pabellón y cuando ya habíamos visto los dibujos que cuelgan de la pared y que empezaban a amedrentarla, no quiso seguir adelante y me preguntó: «No soy gallina, ¿verdad?». Le preocupaba serlo porque no quería darle la espalda a esa realidad, al mundo de la catástrofe que tenía un inexplicable parecido con los mundos de fantasía de los libros y las películas que veía en casa. Y la consolé: era normal tener miedo de esas cosas. Los dos acordamos volver cuando ella fuera algo más mayor, y yo tuve que pensar que nunca acabaríamos de ver el museo, que se nos quedaría pendiente. A la espalda. También a mí. A todos.

Después, estuvimos un rato por el parque, apartados de los monumentos, apartados del granito y del cemento. Nos encontramos con unos ancianos sentados en sillas plegables alrededor de un juego de go dispuesto sobre una caja de cartón dada la vuelta. Había diez o veinte de esas parejas, cada una de ellas rodeada por un grupito también de ancianos que los observaban de pie. Empezó a hablar con nosotros una mujer algo más joven y bastante gorda, con un estridente maquillaje. Quizá fuera la hija de alguno de ellos. A Yoko le gustó lo rosa que era su vestido y enseguida se entregaron las dos a una entusiasta alabanza de su color favorito. Vimos entonces un gato detrás de un banco del parque y la mujer nos contó que lo cuidaba uno de aquellos hombres. De las ramas de unos matorrales había colgados varios paraguas plegados, todos transparentes. El amigo de los gatos, nos explicó la mujer, abría los paraguas cuando llovía y los gatos del parque acudían a cobijarse. No sé si todos los ancianos que había allí congregados eran vagabundos. Supongo que lo eran algunos y que los demás tendrían algún miserable techo donde resguardarse. Así, no todas las personas podían protegerse de la intemperie, pero al menos los gatos debían quedar a salvo.

Un camino ancho atraviesa el Parque de la Paz hasta el gran monumento y el museo. Durante todo el año y hasta que anochece pueden verse al lado del camino grupos de ancianos que, equipados con sombreros para el sol y escobas, se dedican a barrer el suelo y a cuidar de árboles, arbustos y flores. No descuidan el lado del parque que queda más alejado de la ciudad, pero su centro de operaciones está alrededor de los sitios conmemorativos. Son todos voluntarios que se reúnen en sus barrios, algunos de ellos vivieron el ataque atómico de agosto de 1945 o perdieron a familiares en él. Los árboles de este lugar, cuyas armoniosas formas deben al cuidado del hombre, tienen exactamente 65 años: la bomba arrasó con todo y la naturaleza tuvo que volver a crecer. Esa idea se adueña de mí cada vez que visitamos el Parque de la Paz y me hace contar y pensar en los años de nuestra historia. Han pasado cuatro desde que Yoko nació en el hospital que hay enfrente del museo. Un día de septiembre, no tan caluroso como ese 6 de agosto.

Después de prometer a la mujer de rosa que volveríamos el domingo siguiente, nos dirigimos al planetario, un sitio en el que los niños pueden jugar y aprender todo tipo de cosas. En el interior de su cúpula proyectan películas en las que se ve el cielo estrellado. Equivalente a la cúpula del Domo de la Bomba Atómica, con divertida curiosidad por lo que tenemos sobre nosotros. En ese momento la marea estaba baja y el agua del río se había retirado, dejando tras de sí una gran lengua de fango con innumerables y diminutos agujeritos. Había que fijarse mucho para verlos y todavía más para ver también las docenas de pequeños cangrejos que corrían a toda prisa para meterse por las grietas entre las rocas que reforzaban la orilla. Tal vez, le dije a Yoko, los cangrejos hicieron eso mismo el 6 de agosto para sobrevivir. Yoko me preguntó, como en contrapunto, por qué los cangrejos van hacia un lado. Miran hacia delante pero caminan hacia un lado, como si pretendieran alejarse de algo que no podemos ver… no retroceder ante ello, sino dejarlo a un lado. Después les he planteado esa misma pregunta a varios adultos, pero ninguno ha sabido responderme. Los cangrejos de Motoyasugawa recuerdan al ángel de Paul Klee que aparece en uno de los libros ilustrados de Yoko. Con esa sencilla pregunta de Yoko, tal vez incluso nimia, nos pasa como con el museo. No somos capaces de cerrarlos y nos seguirán siempre.

 

Autor: Leopold Federmair

Traducción: Virginia Maza