Me regalan, los anónimos, trocitos de sabiduría. Porque el saber está para regalarlo, si no, no tiene mucho sentido. Algo sí, pero no mucho. Es como el amor.
Nada de lo que sigue es mío. Gracias. Solo lo recojo y lo repito, porque es bonito y enseña, así que se disfruta doble.
Ojo con lo que te cuentan, sobre todo si es traducido. Ojo, el ojo de la lechuza, siempre abierto.
La lechuza de Atenea
Atenea, la Diosa de los brillantes
y resplandecientes ojos,
nació de la propia cabeza de Zeus,
y sigue con nosotros acompañándonos
desde el vértigo del tiempo.
Desde el principio fue imaginada
de mirada viva y penetrante,
como la de las pequeñas lechuzas,
aves que aman la noche y ven en la oscuridad,
a las que ninguna cosa se les debe esconder,
como han soñado quienes se han dedicado
al cultivo de la sabiduría.
Palabras para una traductora
Atenea fue luego Minerva y la lechuza pasó de Grecia a Roma; la lechuza de Minerva siguió siendo la diosa de la
sabiduría, de la cultura y de las artes, de la justicia y la habilidad. Mucho tiempo después, Hegel, un día que no estuvo muy fino, para explicar que la filosofía “inicia su vuelo al caer el crepúsculo”, al final de su famoso prefacio a su “Filosofía del Derecho”, al evocar el potente símbolo ático de la sabiduría, escribió, con descuido imperdonable, Eule, un genérico alemán poco preciso aplicado a las rapaces nocturnas, en vez de Kauz, el término específico que define a la lechuza.
Así que Don José Ortega y los de la Revista de Occidente, más ignorantes de la tradición clásica de lo que se creían, tradujeron alegremente que era “el búho de Minerva” el que emprendía vuelo al final del día, y convirtieron, para escándalo de naturalistas y helenistas, a la viva y simpática lechuza en un búho, también nocturno y rapaz, pero mucho más voluminoso, menos despejado y ágil, de pánfilos e inexpresivos ojos. Hay que tener cuidado con las traducciones, y con las “transferencias culturales”, y con todo.