Curtis Sittenfeld

Una perfecta educación

Traducción del inglés (EE. UU.)

Curtis Sittenfeld dibuja con talento el pensamiento, las dudas e inseguridades de Lee Fiora, un pez fuera del agua en el internado elitistadonde sus padres han logrado inscribirla con muchos esfuerzos. Es inteligente, sensible, muy perceptiva y con sentido del humor. Una chica en un mundo que no la rechaza, pero al que tampoco pertenece.

fragmento

Llegué al patio. La residencia de Broussard era una de las ocho que había en el lado este del campus: cuatro residencias de chicos y cuatro de chicas dispuestas alrededor de una plazoleta con algunos bancos de piedra en el medio. Al mirar por la ventana de la habitación solía ver a parejas en los bancos, el chico sentado con las piernas abiertas y la chica de pie entre ellas; quizá ella apoyaría las manos un instante en sus hombros, luego se echaría a reír y las apartaría. Ahora solo estaba ocupado uno de los bancos. Había una chica con botas camperas y falda larga tumbada bocarriba, con una rodilla doblada y un brazo echado sobre los ojos.
Al pasar por delante de ella, levantó el brazo. Era Gates Medkowski.
—Hola —dijo.
Estuvimos a punto de mirarnos a los ojos, pero no sucedió. Eso me hizo dudar de si se dirigía a mí, una inseguridad que solía sentir cuando alguien me hablaba. Seguí andando.
—Hola —repitió—. ¿Con quién crees que estoy hablando?
Aquí no hay nadie más.
El tono era amable. No me estaba vacilando.
—Perdona —le dije.
—¿Eres de primero?
Asentí.
—¿Vas a tu residencia?
Volví a asentir.
—Supongo que no lo sabes, pero no puedes ir a la residencia en horario de clases. —Dejó caer las piernas para incorporarse—. Nadie puede. Por motivos arcanos que ni siquiera me molesto en averiguar. Los de último curso podemos estar por ahí, pero «por ahí» es por fuera, en la biblioteca o en la sala del correo. Es de coña.
No dije nada.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Sí —respondí, y rompí a llorar.
—Ay, vaya —dijo Gates—. No te disgustes. Ven, siéntate.
Dio unos golpecitos sobre el banco a su lado; entonces, se puso en pie, se acercó a mí, me pasó el brazo por la espalda (se me sacudían los hombros) y me llevó hasta el banco. Una vez sentadas, me entregó un pañuelo azul que olía a incienso; a pesar de estar empañada en lágrimas, me llamó la atención que llevara algo como eso. No me atreví a sonarme la nariz (para no manchar su pañuelo con mis mocos), pero era como si me goteara toda la cara.
—¿Cómo te llamas? —dijo.
—Lee —solté en voz alta y entrecortada.
—Y bien, ¿qué te pasa? ¿Por qué no estás en clase o en la sala de estudio?
—No me pasa nada.
Echó a reír.
—No sé por qué, pero me cuesta creerte