Leopold Federmair
Tokyo
Fragmentos
Traducción del alemán – Epílogo de Daniel Hübner
La prosa narrativa de Federmair es una de las más destacadas de la literatura europea actual. Tokyo es un paseo por una ciudad, por los huecos, por paisajes ya ausentes y por otros que nunca estuvieron, por Japón, pero también por los campos de la Alta Austria y por París, Buenos Aires o Viena. «Solo pueden perderse quienes tienen un destino en mente, aunque solo sea la dirección donde termina el camino de vuelta a casa. Sin destino, no hay camino que perder. O sí: cuando se practica el arte del paseo ocioso, hay caminos sin destino, sin rumbo, a montones y todos son el bueno, pueden serlo o lo serán.» Es un paseo de la mano de una niña, es el recuerdo de lo que no llegó, son libros que sirven de fortaleza que aísla del mundo y que a la vez construyen el mundo, es tango, montes con la forma de la esposa y ríos de gente que miran pantallas.
El libro y su autor
Leopold Federmair nació en 1957 en la pequeña localidad de Sattledt, en Alta Austria, y comenzó sus estudios de Germanística, Periodismo e Historia en la Universidad de Salzburgo en 1975.
Su andadura personal y profesional lo ha llevado a vivir y trabajar en países como Francia, Italia, Hungría y Argentina. Desde el año 2002 reside en Japón. Además de novelas y relatos, ha publicado ensayos, obras de crítica literaria y traducciones del italiano, francés, español y japonés (entre los autores que ha traducido se encuentran Francis Ponge, Michel Houellebecq, José Emilio Pacheco, Ricardo Piglia, Ryū Murakami o Leonardo Sciascia). También colabora regularmente en publicaciones periódicas y blogs literarios (Neue Zürcher Zeitung, Der Standard, Falter o Literatur und Kritik, entre otros).
La prosa narrativa de Federmair es una de las más destacadas de la literatura europea actual. Tokyo es un paseo por una ciudad, por los huecos, por paisajes ya ausentes y por otros que nunca estuvieron, por Japón, pero también por los campos de la Alta Austria y por París, Buenos Aires o Viena. «Solo pueden perderse quienes tienen un destino en mente, aunque solo sea la dirección donde termina el camino de vuelta a casa. Sin destino, no hay camino que perder. O sí: cuando se practica el arte del paseo ocioso, hay caminos sin destino, sin rumbo, a montones y todos son el bueno, pueden serlo o lo serán.» Es un paseo de la mano de una niña, es el recuerdo de lo que no llegó, son libros que sirven de fortaleza que aísla del mundo y que a la vez construyen el mundo, es tango, montes con la forma de la esposa y ríos de gente que miran pantallas.
En el paseo de Federmair, las tramas y la complejidad de su sistema narrativo nos ofrecen una exploración penetrante, densa, de resortes anímicos y cavidades emocionales. Como señala en su epílogo Daniel F. Hübner, el paseo adquiere rango de género literario, «este libro no solo ofrece a sus lectores un fascinante recorrido por los múltiples fragmentos en los que se descompone la caleidoscópica realidad del Japón contemporáneo. Su interés radica también en lo que revela de la persona (o del personaje) que está presente en estas páginas, ese paseante que observa una ciudad y sus gentes con la incoente sabiduría de una niña y el ambio bagaje de vivencias y referencias culturales de un escritor cosmopolita en plena madurez creadora. Y, en última instancia, es una invitación a sumarnos a esa forma pausada y atenta de transitar por la vida y conocer nuestro mundo, próximo o lejano: caminar ver leer pensar escribir».
fragmento
Prólogo
«Iba yo solo por el bosque y con el propósito de no buscar nada». Una intención en negativo, dicha con esa alegría, suena paradójica. El hombre bueno no recorre su camino —si es que lo tiene— sin propósito, sino en busca de nada. En época de Goethe, los bosques eran más grandes y tenebrosos que los de hoy; uno podía perderse dentro, como les pasó a Hänsel y Gretel, y no todos eran tan listos como ellos para encontrar la salida. En Japón, donde la vegetación es más exuberante y los bosques, mucho más frondosos, aún suceden cosas así —no en Tokyo, por supuesto, aunque también tiene bosques— y, de vez en cuando, salen en las noticias niños perdidos que no regresan a casa.
Walter Benjamin, que se crio en el Berlín de 1900, hablaba incluso del arte de perderse, un arte que aprendió tarde, ya que «perderse en una ciudad como el que se pierde en el bosque requiere aprendizaje». Claro… ¿Seguro? Este arte, si es que lo es, necesita atención ante todo, un sentido (el de perder el camino) que solo llega con el tiempo, con los años y con los intentos. Es algo diferente perderse en una ciudad que en un bosque. En una gran ciudad siempre se acaba encontrando el camino, solo hay que entrar en la estación de metro más cercana y consultar el mapa o, si se tiene dinero, parar un taxi y dejar que el conductor o el gps encuentren la dirección…, si es que se tiene. Solo pueden perderse quienes tienen un destino en mente, aunque solo sea la dirección donde termina el camino de vuelta a casa. Sin destino, no hay camino que perder. O sí: cuando se practica el arte del paseo ocioso, hay caminos sin destino, sin rumbo, a montones y todos son el bueno, pueden serlo o lo serán.