Portada de La casa herida

Horst Krüger

La casa herida

Traducción del alemán

Tras asistir a los Juicios de Auschwitz y descubrir que no puede distinguir a acusados de fiscales, Krüger emprende una búsqueda de la niñez que, veinte años después de 1945, lo lleva a Eichkamp y hasta “la casa herida”, las ruinas del hogar familiar metáfora de la estrechez de miras opresiva y decadente de la pequeña burguesía alemana que miró entre la sorpresa, la indignación y la fascinación el ascenso del nacionalsocialismo. Reconstruye el mundo de los perpetradores o de los que dejaron pasar, una sociedad que se entregó a la comodidad del delirio nacionalsocialista.

En unas de las memorias más conmovedoras del género, Krüger presenta sin excusas ni artificios de la memoria el mundo de hombres comunes que auparon, toleraron o ejecutaron el nacionalsocialismo y su terror.

 

De la obra y EL AUTOR

Horst Krüger (1919 – 1999) asistió en 1965 a los Juicios de Auschwitz en Fráncfort, donde se juzgó a veintidós personas por los crímenes perpetrados por iniciativa personal en el campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau durante la Segunda Guerra Mundial. Hombres grises que habían sido capaces de cometer actos de la mayor crueldad para después, una vez “desnazificados”, retomar donde la dejaron su vida de buenos ciudadanos y mantener incluso amplias cuotas de poder profesional, político e intelectual.

En esa sala, al advertir que no era capaz de distinguir a fiscales de acusados, se sintió impelido a abordar una tarea eludida hasta ese momento a nivel individual, pero también colectivo. Así, tras veinte años de represión de la memoria del Holocausto en Alemania, Krüger se distanció del nazismo para hacer frente a las preguntas que se dejaron escapar y tratar de entender qué sucedió.

Emprende así una búsqueda de la niñez que, veinte años después de 1945, lo lleva a Eichkamp y hasta “la casa herida”, las ruinas del hogar familiar metáfora de la estrechez de miras opresiva y decadente de la pequeña burguesía alemana que miró entre la sorpresa, la indignación y la fascinación el ascenso del nacionalsocialismo. Lo hace para reconstruir el mundo de los perpetradores y, también, de quienes dejaron que sucediera, una sociedad que se entregó al delirio nacionalsocialista desde la comodidad. Sus memorias son una pregunta dirigida a la historia personal y una confrontación directa con el pasado nacionalsocialista de la sociedad alemana. 

El narrador abre el relato rumbo al Berlín Este de los años sesenta, una ciudad que mira con optimismo al futuro y a la modernidad, aunque su viaje tiene en realidad otro destino: un cementerio y la parcela vacía de lo que fue la casa de sus padres. Eichkamp, el distrito residencial donde se crio, fue construido para la pequeña burguesía berlinesa después de la Primera Guerra Mundial, un mundo de pequeñas casas adosadas apartadas del mundo obrero, una isla de decoro y orden, de alemanes de bien alejados de las emociones, “una casa igual que la otra, una existencia burocratizada y yerma”.

Krüger tenía trece años cuando Hitler llegó al poder y las familias de Eichkamp se adaptaron al nuevo régimen a través de indefinidos sentimientos de grandeza, solemnidad y trascendencia. Aunque se educó en el nacionalismo, el joven no se convirtió en nazi, sino que participó en grupos de la resistencia a través del caos seductor simbolizado en su amigo Wanja, cuyo encuentro en Berlín Este más de veinte años después también se recoge en las memorias. Tras mirar la muerte de su hermana y mostrar un mundo insoportable del que no era posible escapar; tras reconocer que nunca fue héroe y preguntarse qué habría hecho él si en el ejército le hubieran ordenado participar en el trabajo del genocidio, el libro termina con los juicios de Auschwitz y un llamativo vacío: 1945 y la muerte de sus padres.

El relato va deslizando al lector en una sociedad desaparecida, un mundo perdido y silenciado durante décadas, con una melancolía que no destila de lo sucedido, sino de las pocas (¿nulas?) opciones que da la vida para elegir, un sentimiento de fatalidad gris que lo ahoga todo. Explorando los paisajes de la culpa individual y colectiva desde el trabajo de la memoria, Krüger sirve un yo destrozado que se aleja de la definición de héroe y se muestra como el “hijo típico de aquellos alemanes mansos que nunca fueron nazis, pero sin quienes los nazis no podrían haber realizado su obra”.

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Fragmento

Berlín es un mar infinito de edificios en el que desemboca sin cesar un torrente de aviones. Es un desierto de piedra vasto y gris que me conmueve cada vez que vuelo a su encuentro: Magdeburgo, Dessau, Brandeburgo, Potsdam, Zoo. Están construyendo nuevas autopistas urbanas y líneas de metro rápidas, ingeniando intercambiadores viales sofisticados y erigiendo audaces torres de televisión. Todo eso es el nuevo y moderno Berlín, el carrusel técnico de la ciudad-isla que gira impulsado desde dentro por el humor áspero y lacónico de sus habitantes y alimentado por el capital desde fuera. Qué espléndido y radiante es ese nuevo Berlín, aunque yo no me siento en casa hasta que no estoy en el suburbano que traquetea por el Oeste, prácticamente vacío a estas horas y con el aire raído de la rda. Este es mi Berlín, el trauma de mi infancia que suena atronador de fondo, un juguete destartalado de hojalata que, con su golpeteo rápido e insistente, parece decir: «Estás aquí, estás aquí de verdad, siempre ha sido así y siempre lo será». Berlín es un banco de madera amarillo, reluciente y duro; una ventana sucia con gotas resecas de lluvia, y un vagón con el olor indescriptible del Reichsbahn, una mezcla de humo estancado, de hierro y de cuerpos de trabajadores que vienen de Spandau, se han echado un bocadillo con margarina entre pecho y espalda, se confirmaron a los catorce y desde entonces leen el Morgenpost a diario. Berlín es todo eso y también, una máquina expendedora en el andén que entrega caramelos de menta –blancos y verdes, envueltos en papel plateado– por diez peniques. Es el sonido seco de las puertas eléctricas al cerrarse y el aviso en la estación de Westkreuz: «¡Quédense atrás!». Aunque el grito ya no asusta a nadie ni nadie tiene que quedarse atrás, el aviso continúa, lo mismo que el hombre con la señal y el arranque inesperado del tren. Berlín es un billete de viaje amarillo y gastado de cincuenta peniques. Incluso ahora, se puede ir desde Spandau hasta la capital de la República Democrática de Alemania por cincuenta peniques.

Voy en el suburbano rumbo a Eichkamp. Tengo claro que Eichkamp no es lo que hoy se tiene por «tema de actualidad» para un artículo. Los reportajes sobre Berlín están muy demandados, «¿Por qué no prepara algo sobre el muro o sobre la nueva Filarmónica?», «Escriba sobre el Centro de Congresos o sobre el mercadillo de Navidad»… Asuntos así siempre son bien recibidos, pero ¿Eichkamp? ¿Eso qué es? ¿Para qué? Eichkamp no aparece en ningún catálogo de atracciones turísticas de Berlín; no pasarán por allí ningún rey tribal africano ni ningún estadounidense que haya cruzado el charco para dejarse seducir por Kurfürstendamm y escandalizar por el muro. En el fondo, Eichkamp no es más que una población pequeña e irrelevante entre Neuwestend y Grunewald, que no se diferencia en nada de todas las zonas residenciales que llenan las afueras de la gran ciudad, allí donde el mar de edificios se disuelve poco a poco en el verde y el campo. A decir verdad, Eichkamp tan solo es un recuerdo para mí. Es el lugar donde fui niño. Allí crecí, en esas calles jugué a las canicas y a la rayuela, allí fui al colegio y volvía a comer y a dormir cuando estaba en la universidad. Eichkamp es, sencillamente, mi hogar y yo –este extraño– quiero volver a verlo después de más de veinte años.

Regreso convertido en ciudadano de la República Federal. Hoy he dejado al otro lado mi trabajo, mi automóvil y mi mundo. Regreso solo, y no lo hago porque me resulte conmovedor y hermoso rastrear los pasos de mi infancia siendo adulto. Detesto la nostalgia de los hombres que, al envejecer, anhelan refugiarse en sus primeros años; qué obscenos los ancianos que pasan el rato en parques infantiles con el corazón desbocado, como si fueran a descubrir allí paraísos que los acojan. Eichkamp no fue para mí ningún paraíso ni mi niñez, un sueño acogedor. Eichkamp solamente fue el lugar donde crecí en tiempo de Hitler y quiero volver a verlo para hacerme por fin idea de cómo eran las cosas con él. Ya ha pasado más de una generación. Todo lo que era el Tercer Reich –las marchas de antorchas en Unter den Linden, los gritos de júbilo por la radio y el éxtasis por la renovación– ha pasado, ha quedado atrás y olvidado. También quedaron olvidados hace mucho los cupones para el pan, las bombas sobre Eichkamp y los hombres de la Gestapo que llegaban a veces del centro de la ciudad en coches negros. Creo que ahora sería preciso entenderlo de una vez. Nos separa prácticamente una vida entera, el éxtasis y la depresión se han ido apagando y todo se ha vuelto nuevo y diferente. Soy ciudadano de la República Federal, vengo del Oeste y estoy yendo a Eichkamp porque me atormenta la pregunta de cómo fue realmente aquello que hoy no alcanzamos a concebir. Ahora, eso creo, sería preciso entenderlo.