Portada de Inferno

MELA HARTWIG

Infierno

Traducción del alemán

En Infierno, Mela Hartwig traslada la experiencia individual y colectiva del exceso y el fanatismo de los años del nacionalsocialismo que sustentó la política de exterminio sistemático. El lector acompaña a la joven Ursula desde la Anexión de Austria al Reich alemán hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, en un viaje por la vivencia interna desde la fascinación y la seducción hasta la aversión y el terror más puro.

 

De la obra y la autora

Mela Hartwig comenzó a redactar Infierno en el exilio londinense al poco tiempo de terminar la Segunda Guerra Mundial y del hundimiento del régimen nacionalsocialista. Lo hizo entre 1946 y 1948, tras unos meses necesarios quizá para digerir impresiones y convertirlas en formas y colores. Lo mismo le sucede a Ursula, la protagonista de la novela, quien descubre que «llevada por el delirio» de toda una época había ido preparando los bocetos de un cuadro al que decide poner el nombre de Infierno y que solo comienza a pintar cuando «por fin logró alumbrar la sobriedad que domestica el exceso y lo torna en moderación».

El lienzo de Ursula son las páginas de Mela y ambas, la literaria y la literata, plasman precisamente el exceso de la emoción que dominó y definió los años del nacionalsocialismo.

Hartwig y su esposo abandonaron Austria en marzo de 1938, poco después de la Anexión del país al Reich alemán, y lo hicieron por una situación de amenaza derivada tanto de su condición de judíos como de sus dedicaciones personales, en el caso de ella, la escritura. Su carrera literaria había comenzado ya en la década de los veinte, con la publicación de una serie de novelas desde las que se opuso al ideal de «mujer nueva» que barría su país y también al mastodóntico concepto del «sujeto universal», atendiendo al plano corto y al universo íntimo para explorar y cartografiar los inframundos y abismos de la psique femenina, sin apuntar a vergüenzas ni buscar encantos.

Más adelante y ya con Hitler en el poder, en 1934 (aunque no se publicó hasta 1936) terminó la escritura de Das Wunder von Ulm (El milagro de Ulm), una novela con una decidida vocación política que se traslada a los pogromos medievales para representar su presente. Como señala Vojin Saša Vukadinović en su epílogo a Infierno, resulta de una clarividencia «sobrecogedora» y en ella, Hartwig «no dudaba que el antisemitismo institucionalizado y alentado a diario acabaría necesariamente siendo homicida».

Con esta producción literaria, Hartwig no se equivocaba sin duda al temer por su vida con la llegada del Reich. Aunque en el exilio mantuvo cierta actividad literaria –a través fundamentalmente de la traducción o de la inacabada Die andere Wirklichkeit (La otra realidad)– y fraguó una amistad con Virginia Woolf –dos escritoras de lo femenino, la del mundo íntimo y la de la feminidad como experiencia del mundo–, desde 1953 se dedicó principalmente a la pintura, con la que cosechó un gran éxito hasta su muerte en 1967.

Su producción literaria mantuvo un marcado compromiso político –se explicitara o no– y a lo largo de toda ella Hartwig trasladó la relación entre realidad externa y vivencia interior, especialmente en Infierno, donde Ursula –una joven de dieciocho años que acaba de comenzar sus estudios de Arte– presencia y experimenta la transformación de Austria en parte del Imperio nacionalsocialista y la informa desde su mundo íntimo, desde la emoción y la sensación y a través de la imagen. La Anexión de Austria al Reich convierte Viena en «escenario» y a Ursula, en la transmisora del «infierno» transformador de todas las realidades y que se manifiesta en expresiones, gestos, ropas, espacios, calles, palabras y colores. Como apunta también el epiloguista de la edición, «Infierno examina la experiencia interna del terror externo».

Además, lo hace desde diferentes perspectivas. El único personaje que tiene nombre es el suyo, todos los demás encarnan tipos característicos de la sociedad nacionalsocialista, se nombran en relación con ella y la vivencia de Ursula se expresa desde esas perspectivas: como hermana de un nazi, hija de una madre temerosa y «apolítica» y de un Mitläufer (un padre que sigue la corriente y no deja de aprovechar la ocasión para sacar provecho), novia de un luchador de la resistencia entregado en cuerpo y alma a la causa, y amiga de una joven que tiene que huir al exilio por estar casada con un judío. De igual modo, su instituto es reflejo de una sociedad en la que el miedo y la desconfianza son omnipresentes y en la que «todos eran víctimas y verdugos» simultáneamente.

De esta forma, Hartwig llega a la psicología de masas del nacionalsocialismo a través de la vida interior de su protagonista que se extiende como un manto que cubre la exterior y desdibuja los límites entre una y otra. Ursula se acerca así al fanatismo, a la histeria, al miedo y a toda la experiencia del exceso. Aunque inicialmente muestra una hostilidad instintiva hacia el régimen, se deja arrastrar por su apasionante fascinación. Su conciencia debe abrirse paso con trabajoso y doloroso esfuerzo a través de un terreno minado por el odio desde la cuna. Una larga vacilación entre la aversión y el éxtasis que solo se rompe cuando el terror de los acontecimientos la conmociona a la raíz: Ursula presencia el incendio en un templo judío en la ciudad y un horrible pogromo, y comprende a través del espanto que no puede tolerar aquello en lo que se ha convertido.

Si en Das Wunder von Ulm el antisemitismo institucionalizado estaba en la base de un destino homicida, en Infierno Hartwig reconoce que para el asesinato en masa se necesitan no solo una masa de víctimas, sino también una masa de perpetradores. No admite la existencia de simples Mitläufer y relata el origen del exterminio que localiza en el espíritu de la masa, de quienes individualmente se recrearon en el exceso (el placer y el éxtasis desbordados en el delirio del nacionalsocialismo) o no lo impidieron. Infierno muestra el contenido emocional individual y colectivo que sustentó la política de exterminio sistemático.

Hartwig traslada a la escritura el lienzo en el que la protagonista de la novela da expresión a las vivencias entretejidas del terror, la duda, los pasos indecisos de la conciencia o el dolor, con la pureza desbordante de la emoción antes de ser digerida por el proceso del pensamiento. Para Ursula, toda idea y todo sentimiento se transforman en colores e imágenes que se entremezclan formando un ruido atronador. Y Hartwig lo estampa en tonos alegóricos, en una novela que deambula entre el pos y el neoexpresionismo, con un estilo tan individual como el mundo íntimo que recrea para retratar la desmesura de toda una sociedad.

Al terminar Infierno, Hartwig se esforzó en vano por buscar una editorial para la novela, que tardó setenta años en publicarse. Si, tras la declaración política que fue Das Wunder von Ulm, Mela Hartwig resultaba incómoda para el nacionalsocialismo, Infierno podría serlo para el trabajo de memoria de la nueva Alemania que, en esta primera etapa protagonizada por la generación de los perpetradores (o de los Mitläufer), opta por la represión de la memoria del Holocausto y la negación de la colaboración de la población con el nazismo. Infierno no solo es literatura antifascista, sino que sitúa el foco en la entrega individual y colectiva al exceso de la emoción y el «fanatismo» del nazismo, y en la masa de perpetradores indispensable para el asesinato en masa. Desde este punto de vista, se puede considera una obra clave para la reconstrucción de la historia de la literatura alemana de la segunda mitad del siglo XX como Vergangenheitsbewältigung (superación del pasado).

La publicación del libro alemán en la editorial Droschl y ahora de su traducción al español en Siruela devuelven a Mela Hartwig a la posición destacada que le corresponde en la historia de la literatura alemana del siglo xx y que, como señala Vojin Saša Vukadinović, le fue arrebatado por el «corte irreparable» que marcó el año 1933 y que «Golpeó a las escritoras con más dureza que a los escritores y también a posteriori las afectó en diferente medida».

Pero además, en ese diálogo que es la lectura, nos da una buena excusa para reflexionar sobre nuestro propio tiempo, dando presente a un texto que no puede perder actualidad.

.

Fragmento

Ursula callejeaba sin rumbo fijo. Su destino era la calle en sí. Una cualquiera. Había descubierto que cada una es un detalle de la variedad de formas que adopta la vida, el fragmento de una realidad que se oculta con disimulo de nuestra curiosidad tras muros impenetrables, aunque sin poner coto a la fantasía que trata de hilar una cortina echada o una sonrisa escurridiza con conjeturas, ocasiones y posibilidades, porque nunca se le revela y, en consecuencia, nunca la desmiente.

Las fachadas de las casas delataban los destinos que pasaban tras las paredes, lo mismo que por la expresión de una cara se puede conocer el estado de ánimo, que es el que define el encaje de los rasgos. Casas y destinos se unían igual que en un mosaico para conformar la calle, enlazando en la idea de pertenencia elementos que estaban perdidos por separado, conjurando el avance imparable del tiempo con la serena inmovilidad de los muros y conteniendo el espacio infinito entre cuatro paredes, como se enjaula a un animal salvaje para que no haga ningún daño.

En las tranquilas bocacalles, casi todas las casas eran austeros edificios de tres plantas que se replegaban con discreción tras diminutos jardincillos o que renunciaban, con menos pretensiones todavía, a esa pizca de verde grisáceo y bordeaban la acera al desnudo. Se adivinaba que, tras sus modestas fachadas –incoloras como dibujos a pluma–, todos los días pasaban con la misma monotonía y que cobijaban a personas que nunca le pidieron a la vida más felicidad que la estrictamente necesaria y nunca recibieron más que eso; personas de corazones tibios que nunca se vieron invadidos por las tentaciones con las que la pasión gusta asediarlos; que nunca sucumbieron a vanidades ni cayeron en las trampas que tiende el orgullo; que casi nunca se abandonaban a ningún deseo, si para ello tenían que abrir la cartera, y que se contentaban con su suerte, porque no lo estaban consigo mismas. Desfilando por macetas de flores que salpicaban los alféizares y cortinas descoloridas de tela barata de flores o a rayas, la vista encontraba de vez en cuando una ventana por la que colarse. Al otro lado, la esperaban salitas abarrotadas de muebles guardados con celo, butacas y sofás enfundados. Allí, se deslizaba por retratos de familia con marcos labrados en imitación de plata; por figuritas de yeso, de porcelana de ocasión esmaltada y de bronce algunas, que mezclaban una realidad terrible con lo que nunca podría existir; por un óleo que adornaba una pared; por una cornamenta de ciervo; por una pajarera y el destello amarillo que salta de un lado para otro tras los barrotes; y por un reloj, protegido a veces bajo una campana de cristal y redoblado en un espejo. Sin embargo, más allá de esa imagen apacible que se ofrecía a la mirada del que pasaba, Ursula era capaz de distinguir lo que los ojos no veían: la asfixiante contención que se había instalado en aquellas estancias y que, igual que el agua estancada es foco de todo tipo de gérmenes alimentados por la podredumbre, es ella también foco de la atroz renuncia en la que se ahoga toda fuerza, toda emoción, todo deseo y todo sueño con los que se hila el futuro. La renuncia que no es más que un hoy, un hoy espectral al que nunca sigue un mañana.

Los edificios de las afueras eran bloques de apartamentos destartalados, con las fachadas cubiertas de grietas y desconchados –las cicatrices y heridas de la miseria– y la mampostería llena de costras, como si tuviera la lepra. Por las rendijas de las puertas, escapaba un aliento fétido en el que se mezclaba el sudor de personas hacinadas, el olor a comida de innumerables cocinas, los efluvios malsanos que emanaban de las camas de los enfermos y el repugnante hedor del aguardiente barato. Eran bloques que no eran hogares, sino cobijos, guaridas donde malvivían la miseria, el hambre, el odio y una falta de esperanza apática y sorda, dispuesta para dar el salto; edificios malogrados que contemplaban a Ursula con reproche desde sus diminutas ventanas cegadas por el hollín de las chimeneas de las fábricas cercanas. Aquí, ninguna cortina impedía mirar a través de la colada dentro de esas sencillas habitaciones y observar las paredes desnudas, los trastos y trapos, y los rostros que se apretaban en su aterradora angostura como espectros; rostros pesarosos en los que las privaciones habían grabado arrugas y surcos antes de tiempo; rostros duros, decididos a algo para lo que todavía no había llegado la hora; rostros amargos, sin esperanza y abotargados, a los que no animaba ya deseo ni ambición, y sabedores de que no tenían ningún hoy, solo un mañana en el que no creían todavía o habían dejado de creer ya. Todos tenían las mejillas hundidas y, en la diversidad con la que reflejaban la miseria inhumanamente humana, formaban una imagen de la que la vista no lograba zafarse hasta que se topaba con los ojos hambrientos de un niño y se perdía en la vergüenza. Sin embargo, más allá de esas estampas de miseria, Ursula veía lo que los ojos no podían ver: el día en que los bloques abrirán sus puertas y saldrán de ellos las huestes de desposeídos, y las tumbas se abrirán y saldrán de ellas los muertos por el Juicio Final; el día en que los corazones arderán en llamas revividos como antorchas, las manos consumidas se cerrarán en un puño y los pies marcharán, marcharán hacia el mañana.