Portada Entre el amor y el odio

Philomena Franz

Entre el amor y el odio

Una vida gitana

Traducción del alemán – Edición y estudio de María Sierra

«Todos tenemos derecho, incluso hoy, a seguir hablando de nuestro sufrimiento. Para reencontrarnos, para honrar a las víctimas y para decirles a los jóvenes: “así fue y esto no debe repetirse nunca”»

Las primeras memorias publicadas por una superviviente del genocidio romaní bajo el nazismo, con edición y estudio de María Sierra

El libro y su autora

Estas son las primeras memorias publicadas por una superviviente del genocidio romaní bajo el nazismo, que segó la vida de medio millón de personas por el simple hecho de ser gitanas. Philomena Franz sufrió la persecución racial, el trabajo forzado, la destrucción de su familia, la tortura y la deportación a campos de exterminio como Auschwitz.
Sus recuerdos dan testimonio de todo ello y reclaman un lugar en la memoria europea para el pueblo romaní. Su voz se eleva en medio del silencio al que se condenó a estos supervivientes del Holocausto tras la derrota de Hitler. Acabada la Segunda Guerra Mundial, la justicia y la sociedad les negaron el reconocimiento como víctimas del totalitarismo, prolongando los prejuicios contra los gitanos del régimen nazi. Su testimonio significa una contribución decisiva para la demanda romaní de justicia y, de hecho, abrió el camino para la publicación de otras memorias a finales de los años 80.

En la primera parte de estas memorias, Philomena nos cuenta su infancia, un tiempo de felicidad y seguridad, en doloroso contraste con lo que vino después. Su familia se dedicaba a la música (el grupo teatral y musical de los Haag, dirigido por el abuelo materno), labor que complementaban comerciando con caballos. Ambos eran trabajos itinerantes, característicamente gitanos, con los que recorrían parte de Alemania y, ocasionalmente, algún otro país. Esta forma de vida les permitía armonizar la utilidad económica con el amor al viaje, la naturaleza, la fiesta y otros rasgos propios de su cultura.
En la segunda parte narra el proceso de destrucción del pueblo romaní que afectó a miles de gitanos europeos de todos los territorios controlados por el Tercer Reich. Lo hace en clave autobiográfica, con una brevedad punzante que resulta sumamente eficaz para contarnos lo más importante de una persecución y una tortura que terminan simbólicamente en el campo de exterminio de Auschwitz.
En 1938 el régimen nazi expulsó a los gitanos del sistema educativo alemán y Philomena tuvo que abandonar la escuela secundaria para pasar a ser una trabajadora obligada en una fábrica de municiones. Después llegarían los estudios científicos raciales del nazismo, que clasificaron a los gitanos como «inferiores» y «asociales», dando argumentos para las medidas de esterilización, experimentación y deportación a las que se sometió a la población de ascendencia romaní. Y entre 1942 y 1943, las detenciones y las deportaciones. Fueron cayendo todos los miembros de su familia: tíos y sobrinos, el padre y uno de los hermanos, los demás hermanos, ella misma y, finalmente, la madre, última moradora de una casa progresivamente vaciada de sus diez habitantes.

Philomena tomó la palabra cuando uno de sus hijos fue insultado en la escuela por ser gitano, ya en la década de los 70. Convirtió sus pesadillas nocturnas, que repetían el horror de lo vivido, en un relato oral con el que acudió al colegio de su hijo. Después decidió seguir visitando centros escolares para hacer llegar su relato a los niños.
Estas memorias, publicadas con posterioridad, consolidaron su posición de testigo: alguien que puede dar testimonio ante los demás.
Philomena Franz, que en 1995 recibió la Orden del Mérito de la República Federal de Alemania y en 2001 el Premio Mujer de Europa, fue una pionera con sus memorias en la narración del holocausto romaní, pero también ha sido una de las más constantes defensoras de la cultura sinti. Nos habla de la cultura gitana en la que se formó de niña para explicar sus valores y obligar al lector a preguntarse por los suyos. En 1982 publicó sus «cuentos gitanos», continuando la tradición romaní de narradores de historias. Algunos de ellos se incluyen en esta edición junto a un estudio de la vida y obra de Philomena Franz por la historiadora María Sierra.

fragmento

El cargadero de Auschwitz

Cuando llegamos a Auschwitz, el 21 de abril de 1943, siete de mis compañeros de sufrimiento estaban muertos. Eran las cuatro de la mañana y estábamos en el cargadero de Auschwitz. Hombres, mujeres y niños tuvimos que ponernos en fila.

Había un olor particular.

Pasaban desfilando camiones. La carga eran cadáveres, todos desnudos.

La visión me impactó tanto que todavía sigo soñando con esas imágenes.

Estábamos de pie en el cargadero. Había muchos guardias y estaba todo en silencio hasta que, de repente, comenzaron los gritos: «¡En fila! ¡Fuera la ropa!».

Nos desnudamos despacio. Hacía mucho frío y se me puso la piel de gallina.

Luego, las órdenes empezaron a sucederse rápidamente: «Dejad la ropa a los pies. Un paso atrás. Poneos delante de vuestro montón de ropa». En mi cuerpo se posaban miradas despectivas, curiosas y periciales. Me cambiaron el vestido corto que llevaba por uno basto de rayas. Me puse en los pies unos grandes zuecos de madera. A algunos prisioneros ya les habían rapado la cabeza en otros campos, a hombres y mujeres por igual. En un par de minutos, un civil se transformaba en prisionero de un campo de concentración. Un hombre de las ss me gritó: «¡Abre la boca!».

Buscaban quién tenía dientes de oro. Valían caros…

Marchamos hacia los barracones, los hombres a la derecha, mujeres y niños a la izquierda. Íbamos por parejas y marcando el paso hacia el campo de concentración para mujeres, hacia los barracones de piedra.

Me fijé en una muchacha. Parecía muy asustada y era como si ya no estuviera en este mundo. No quedaba rastro de vida en sus ojos, que estaban perdidos en el vacío. Estaba como un sueño, paralizada por el impacto de la llegada.

Llegamos las dos al mismo tiempo a la sala de exploración, donde nos esperaban dos hombres de las ss con unos látigos. Una guardiana intentó llevarme a rastras hasta la silla, pero alguien le gritó:

–A esa no hay que raparla.

–Tú quédate a un lado –me ordenó la mujer–. Suéltate el pelo.

La melena me llegaba hasta la rodilla.

–Parece una princesa de la jungla –dijo y me ordenó abrir la boca.

Cuando pensé que iban a fusilarme, me dio el pase:

–Está bien.

–Tienes suerte, van a mandarte al burdel. Allí estarás mejor que en el campo –me dijo la mujer alemana que tenía al lado.

Al oírla, empecé a comprender. Era como si me estuviera aplastando una rueda de molino que me matara muy despacio. Cerré los ojos y tuve que apoyarme en la pared para no caer derrumbada al suelo. Pensé en todos los parientes que habían muerto allí gaseados. ¡Dios mío, qué me estás haciendo! No podré soportar estos tormentos.

Me entró el vértigo y me invadieron la rabia y la desesperación. Fuera de mí, me arranqué el vestido del campo y empecé a gritar:

–No, no voy a ir al burdel. Prefiero que me fusiléis aquí mismo.

El hombre de las ss estaba sorprendido, incluso desconcertado.

–¡No, no! –grité–. Quiero morir como mis parientes, como los hermanos que habéis asesinado aquí. No voy a ser vuestra puta. ¡Matadme!

En ese momento, no me importaba nada. Quería que lo hicieran. La guardiana me agarró directamente, me puso arrastras en una silla, me tiró de la cabeza hacia atrás y me cortó el pelo sin miramientos. Yo me resistí, grité y lloré:

–¡Mi pelo no, el pelo no, dejadme el pelo!