Mathilde Beckmann
Mi vida con Max Beckmann
Traducción del alemán
Autora: Mathilde «Quappi» Beckmann
Género: No ficción. Biografía
Un diario de intimidad y de huida de la sinrazón nacionalsocialista. Palabras que hablan del alma y del amor, del aprendizaje de un nuevo idioma, de arte, de lo propio y del compañero de vida.
fragmento
Cuando salimos de Alemania para siempre, Max y yo solo pudimos llevarnos diez euros cada uno (por entonces, no podía sacarse más dinero del país). En las primeras semanas que pasamos en Ámsterdam, nos ayudó mi hermana Hedda. Después, nuestro joven amigo Stephan Lackner –convencido de la relevancia del arte de Beckmann– nos asignó una paga mensual a cambio de cuadros. Habíamos conocido a Lackner en Fráncfort y compró sus primeros cuadros de Beckman en los primeros años que pasamos en Berlín. Poco más tarde, después de que emigrara a París, Lackner escribió su obra Der Mensch is kein Haustier (El hombre no es un animal doméstico) que publicó en 1937 en París, en Éditions Cosmopolites, y que incluía siete litografías de Max. Lackner vivió con su familia en París hasta 1939, cuando se trasladó a California, donde siguen viviendo hoy en día.
El doctor Jo Kijzer y su esposa Mimi, unos amigos de Hedda con quienes habíamos tenido varios encuentros en anteriores visitas a Holanda, nos pusieron a su vez en contacto con Hans Jaffé, que por entonces era el asistente del director del Stedelijk Museum. Gracias a Jaffé, a quien ya conocimos en Berlín, conseguimos nuestra casa de Rokin 85, donde vivimos los diez años que pasamos en Holanda.
Este pequeño edificio de dos plantas tenía un tejado a dos aguas del que colgaba un enorme gancho con el que se podían subir o bajar muebles por las ventanas. Por lo general, las escaleras de los edificios holandeses son muy estrechas y empinadas para mover muebles grandes. En la planta calle había una oficina y, justo encima, estaba nuestro apartamento de dos habitaciones, que contaba con sala de estar, un pequeño dormitorio en la primera planta y un enorme taller con tragaluz y un pequeño trastero en la segunda. Antes, ambos pisos habían sido un depósito de tabaco. En la casa no había calefacción central y en cada habitación había una pequeña estufa de carbón. No había ni ducha ni cocina. Persuadidos por Mimi Kijzer y con ayuda de unos obreros bastante ingeniosos, instalamos una ducha y una diminuta cocina.
La cocina no mediría más de dos metros por uno. La montaron sobre una plataforma y empotrada en el vestíbulo. Era una solución bastante extraña, pero la única opción que teníamos para instalar una cocina. No había espacio en ningún otro sitio. A la «cocina» se llegaba por una escalera, así que me convertí en una especie de acróbata, llevando arriba y abajo pesadas ollas y sartenes, platos y fuentes a la sala de estar para comer. Aunque tenía dos fogones eléctricos, no había pila de agua. No era pues sencillo llevar la casa, pero conseguía apañarme y a los dos nos gustaba mucho nuestro hogar de Ámsterdam.
En una ocasión, cuando ya estábamos instalados en Ámsterdam, le pregunté a Max si tenía nostalgia de Berlín o si le daba pena, como cuando se marchó de Fráncfort. Me dijo que no, que estaba horrorizado por lo que estaba sucediendo en Alemania. Había perdido y enterrado el sentimiento de nostalgia: «Mi hogar estará allí donde pueda trabajar y encuentre amistades».
En octubre de 1938, fuimos a París para pasar el invierno. Alquilamos un apartamento amueblado en Passy, cerca del Bois de Boulogne. Beckmann pintaba en una de las salas de estar. Después de pasar todo el día trabajando, le gustaba salir al parque para dar de comer a los cisnes. A veces, veíamos a los Lackner y a un par de amigos más; no teníamos más amistades. Pasamos la primavera en la Riviera francesa, en Cap Martin, cerca de Niza, para que Max se recuperara después de un trabajo largo y extenuante.