Brian Panowich
Como leones
Traducción del inglés (EE. UU.)
Cuando lo que ocurre en el presente comenzó a moverse antes incluso de que existiéramos, ¿cómo se pueden deshacer los nudos? ¿Dónde está el comienzo y dónde el final? ¿Hasta qué punto no actuamos todos por un hilo que nos une a todos los que nos precedieron y que nos obliga a actuar por lo que nos dicta la sangre y a convertirnos en un león más de la manada?

La esencia del country noir
La Cloaca, un antiguo establo convertido en billar con mala fama en toda la comarca, es un refugio perdido en los bosques del norte de Georgia para bichos raros, “un peculiar combinado de trotamundos, depravados, universitarios curiosos y fetichistas de otros rincones del estado”. Desde hace tanto tiempo que no lo recuerda, detrás de la barra está Freddy Tuten, una mujer trans con las manos curtidas por los golpes y un bate de béisbol de aluminio conocido mucho más allá de los confines de las montañas.
Una noche, la puerta de La Cloaca se transforma en una nube de chispas y astillas. Tras el estallido, un grupo de encapuchados entra en el local convencidos de estar dando el golpe de su vida…
No podían haber estado más equivocados. El cabecilla aparecerá muerto a las puertas de casa de su abuela, la madre del líder de un grupo de delincuentes que tratará de ocupar el vacío de poder dejado tras la muerte del hermano del sheriff Clayton Burroughs, que ha quedado ahora al frente del clan familiar y del que todo el mundo espera que sea o se convierta en algo diferente (su familia, los hombres de su hermano, los mandos de la policía…).
Desorientado por la culpa por muerte de su hermano, atado por el deber que le impone el pasado hacia su clan, incapaz de construir un presente nuevo con su familia y ahogado por el peso de unas expectativas que le impiden saber quién quiere ser, Clayton deberá ponerse al frente del clan Burroughs para defender su montaña frente a la amenaza venida de fuera y que pretende acabar con todo lo que hay de bueno en ella.
Cuando lo que ocurre en el presente comenzó a moverse antes incluso de que existiéramos, ¿cómo se pueden deshacer los nudos? ¿Dónde está el comienzo y dónde el final? ¿Hasta qué punto no actuamos todos por un hilo que nos une a todos los que nos precedieron y que nos obliga a actuar por lo que nos dicta la sangre y a convertirnos en un león más de la manada?
La esencia del country noir con personajes complejos y seductores que se mueven en los grises, acción sucia y trepidante, un retrato apasionante de la América profunda y un entramado que une tiempos, personas, lealtades y dependencias en el umbral entre lo legal y lo ilegal, lo propio y lo obligado, la vida y la muerte.
Recortes
Panowich pone de relieve la cruda sencillez de unos personajes que mueren al igual que han vivido, entre violencia y odio. Escenarios polvorientos y rudos, venganzas y pasiones, situaciones en los que vale tanto lo dicho como lo silenciado, en los que el autor se encuentra cómodo, exhibiendo un estilo fluido y potente, repleto de plena calidad literaria, algo sorprendente en un recién llegado a las letras norteamericanas.
Pedro Brotini Villa en El Primer Marca páginas. Blogs de Hola.com. Disponible aquí.
Fragmento
Annette conocía al dedillo hasta la última tabla del suelo. Había tardado dos meses en grabarse en la memoria aquel entramado. Sabía perfectamente qué listones crujían y cuáles gemían al ponerse encima, así que procuraba pisar únicamente los pocos que estaban bien clavados. Esas contadas tiras de roble viejo se habían convertido en sus cómplices. Estaban de su parte y sabía que no iban a traicionarla, y eso no podía decirlo de nadie ni de nada más. Aun así, era la primera vez que intentaba hacer el recorrido a oscuras y tenía que avanzar con cuidado. Iba descalza y contaba hasta diez antes de cambiar el peso de un listón a otro, zigzagueando a cámara lenta por el pasillo principal de la casa.
Pasó por delante de la habitación en la que dormían sus dos hijos mayores. Pensó que, a partir de esa noche, quizá no volverían a pelear por la litera de arriba, aunque no fue más que un mal intento de acallar la conciencia por lo que se disponía a hacer. Hizo un alto junto a la puerta de los niños y escuchó el ronquido entrecortado del mediano, regalo de un tabique desviado. Recordaba perfectamente el día en el que se hizo picadillo el cartílago; el chico tiró una lata de pintura en el establo y su padre no se puso contento precisamente. Tenía cuatro años. Annette se apoyó contra la madera maciza del marco de la puerta (otra cómplice de confianza) y dejó que la respiración nasal del niño le rompiera el corazón lo suficiente como para cortarle a ella el aire, pero no tanto como para hacerle emitir ningún sonido ni derramar ninguna lágrima. Las lágrimas se le habían secado hacía ya mucho tiempo. Se llevó dos dedos a los labios y, muy despacio, depositó el beso de despedida en la puerta.
Miró hacia el suelo, buscó la tabla que tocaba pisar y, luego, la siguiente. Se movía sin parar un instante y tan lenta como un caracol. Le llevó unos minutos llegar a la última puerta a mano izquierda. Se detuvo. Todo lo hizo sin un solo ruido y le dio por pensar que sería buena ladrona. Muy despacio, metió bajo el brazo las deportivas de baratillo que había recogido en un contenedor de basura de Waymore, en una salida que pudo hacer sola al valle. Llevaban varias semanas escondidas en el armario, bajo el arcón del ajuar. Eran de hombre y le quedaban dos números más grandes, pero le protegerían los pies de las espinas y las zarzas del bosque… Desde luego, eran mucho mejor que cuanto le permitían tener a ella. Puso la mano sobre el deslustrado pomo de bronce del dormitorio y, tan despacio como pudo, tardó casi un minuto en girar la manija y conseguir que el pestillo de metal saliera de la cerradura. Había engrasado las bisagras el día anterior a primera hora para que la puerta se moviera sigilosamente. Se tomó su tiempo en abrir esa nueva aliada. Dentro, el bebé estaba dormido. Annette cruzó la habitación a la luz de la luna, poniendo el mismo cuidado en cada pisada, hasta ver cómo subía y bajaba el pecho de su hijo pequeño. Verlo le bastó para reconocer que aún era capaz de llorar. Ante la cuna, las lágrimas comenzaron a encharcarse tras las bolsas oscuras que le cercaban los ojos. Sabía que se le iban a escapar. También estaba segura de que iban a acabar con ella. Las lágrimas. La sal le empañaría la vista y daría un paso en falso o soltaría un sollozo que retumbaría como una sirena en el silencio de aquella casa. La iban a pillar porque era incapaz de controlar las emociones. Y esa sería su sentencia de muerte.